Nivel de inglés: El viernes estuve viendo la última de Harry Potter en el IMAX (in english, of course), y logré enterarme de casi todo. Vale, ya me había leído el libro antes y sabía de qué iba, pero aún así no me podéis quitar cierto mérito.
¿Cómo puedes empezar la noche viendo Harry Potter y acabarla acompañando a su casa a un tuerto, con parche y todo, al que no conoces de nada… y entre medias bailar la Macarena con una japonesa…?
Empecemos por el principio…
Supongo que no os habréis enterado, pues raramente se habla de Australia en España, y lo que aquí ocurre es materia desconocida para el resto del mundo. Es algo así como “lo que pasa en Australia se queda en Australia”. Bien, el caso es que estos últimos días ha estado saliendo en las noticias un tío con una pinta rara (sotana y larga barba blanca) diciendo no sé qué leches de construir un barco enorme. Al mismo tiempo han estado desapareciendo animales de los zoos colindantes y al parecer se les atribuyen estos hechos al tío de la pinta rara y a varios de sus hijos. Lo que trato de decir es que lleva toda la semana lloviendo sin parar, y si esto no es el comienzo del segundo diluvio universal, pues ya me contaréis qué narices es.
En serio, el tiempo aquí es un desastre. La lluvia es constante, no para. Es una ligera llovizna la mayor parte del tiempo, pero de repente le da por jarrear y es entonces cuando no te libra ni un paraguas. Para que os hagáis una idea, el martes se me ocurrió la brillante idea de irme a correr un poco, la lluvia era liviana, casi agradable, así que me calcé las deportivas y a la calle. Perfecto. Pues bien, no llevaba ni diez minutos cuando la cosa empezó a complicarse. En menos de un minuto pasó de llover solo unas tenues gotas a caer la gran jarreada; de verdad que era como si te lanzaran pozales de agua a la cabeza. Para cuando quise volver ya estaba chorreando. Y para más cachondeo, cuando entro en la residencia me encuentro a un canadiense viendo la tele que me mira y pregunta: “Is raining?”, y yo que lo miro, soltando agua como una fregona sin escurrir, me fijo en el charco que se estaba formando en el suelo debajo de mí y le digo con una sonrisita estúpida: “A little bit”
Os preguntaréis a qué viene esto. Paciencia, es solo una pequeña introducción para explicar por qué ahora salgo con paraguas a la calle (la primera vez en mi vida que utilizo uno, quien me iba a decir que tenía que ser en Australia precisamente). Lo del paraguas es un detalle importante, como se verá más adelante. Todo tiene su razón de ser.
Total, que el viernes por la noche mi único plan era ir al IMAX y ver la última de Harry Potter. Había cogido entrada a través del colegio porque salía más barato ($20 en lugar de $28. Sí, aquí lo del cine es una ruina) y cuando llegué allí había más de veinte compañeros de la escuela (de los que no conocía ni a cinco). La peli bastante bien y la pantalla con las 3D impresionante (es el IMAX con la pantalla más grande del mundo). Salí contento porque me había enterado de casi todo, y ya estaba dispuesto a irme a mi residencia para dormir como una buena persona cuando el ruso que va conmigo a clase me dijo que la gente iba a tomar algo al “Scary Canary”.
El “Scary Canary” es un pub al que van los estudiantes extranjeros porque ponen las copas baratas (y con esto quiero decir $5 una cerveza y $7 un cubata, lo que no es mal precio para Sydney). Yo había oído hablar de él y quería saber dónde estaba por si alguna vez quería volver, así que me apunté a la expedición por puros motivos exploratorios. Llovía a cantaros, por supuesto, estuvo lloviendo así toda la noche, sin tregua. El caso es que llegamos al Scary y aquello era un despelote. Todo el mundo bailaba desaforado, saltando, gritando. La música estaba a tope (al menos no era máquina y ponían alguna canción conocida). La gente tenía pequeños cubos de playa de un litro con un líquido azul que me da a mí que no era agüita de mar. Y en un rincón había un montón de peña de mi escuela (a los que solo conocía de vista en su mayoría) que llevaban allí un par de horas (al parecer es un punto de reunión los viernes por la noche). El caso es que me dejé llevar, todo por mezclarme con la gente, ya sabéis. De repente, no sé cómo, tenía un cubo de playa en mis manos. El líquido azul era dulce y empalagoso, como beber merengue de pitufo. Sin pretenderlo ya estaba metido de lleno en la fiesta, adiós a mi noche de descanso. Los pozales costaban $10, pero por suerte conocí a un grupo de australianos y les debí caer en gracia, porque me invitaron a dos y me dieron su teléfono para que los llamara el sábado, pero al día siguiente no me vi con fuerzas para llamar (me quedo con el número, tal vez el próximo finde…). Total, tres pozales y un par de cervezas después estaba bailando con los de la escuela y en estas que ponen “La Macarena” (hay que joderse, de verdad) y, claro, yo era el único español, así que se me quedan mirando como si yo hubiera hecho la coreografía de la puñetera canción y esperasen que se la enseñara allí mismo. Por suerte apareció Yukako, una compañera de clase (japonesa, por supuesto, no va a ser de Algeciras con ese nombre) que se sabía el baile.
Dejad que os cuente algo de Yukako. Ya he dicho algo sobre los japoneses en otras entradas, así que intentaré no repetirme. Yukako es una chica de edad indeterminada (me cuesta echarle años a un japonés, o son jóvenes o viejos, no hay punto intermedio). Viene a clase conmigo desde el primer día y nunca he logrado sacarle más de una palabra seguida, a no ser una repetición absurda de vocales cuando le preguntas alguna cosa, a la vez que empieza a mirar de un lado a otro, como si temiera ser atacada en ese preciso momento. Es gracioso las primeras 14 veces, luego empieza a ser un poco desconcertante y al final terminas por pasar del tema. No sé para qué vienen a Australia algunos estudiantes japoneses, de verdad, porque para lo que hacen… lo mismo podían enviar un Tamagochi.
Pues el viernes Yukako parecía transformada, como si le hubiera mordido un koala rabioso o algo así; era un espectáculo verla bailar la Macarena, y yo al lado, haciendo el ridículo. Y la peña de mi escuela bailando también al unísono. De verdad, lamentable. Bailar la Macarena a estas alturas, con el asco que me da la cancioncita de las narices. Hubiera sido mejor no tener que recordar algo así, pero en fin.
El Scary lo cerraban pronto, a eso de las 3 de la mañana, lo que me dejaba dos horas hasta poder pillar el primer tren que me llevara a Kings Cross. El ruso (Alexei) y yo, junto a un pequeño grupo de supervivientes de los estragos causados por los cubos playeros, decidimos que ya había habido fiesta suficiente por esa noche, y nos fuimos a un McDonald´s para hacer tiempo hasta que pudiéramos pillar medios de transporte públicos que nos llevaran a nuestras respectivas casas. Nada que destacar aquí, hamburguesa mierdosa para el cuerpo y un rato de espera intentando hablar en inglés lo mejor posible (las copas del Scary ayudaron)
Total (y aquí nos aproximamos a la parte más rara de la noche) que llego hasta la estación, me despido de los pocos que quedan conmigo, y engancho el primer tren con destino a Kings Cross. Son las 5 de la mañana y yo ya no puedo ni con las cejas. En el tren hay un par de tíos sobando en los asientos y una borracha que intenta mantenerse en pie apoyada en la barra metálica (todo muy glamuroso, ya sabéis lo que se cuece a esas horas). Por fin llego a la estación y veo que un puesto de café está abierto, por lo que me paro un momento a pillarme un capuccino caliente (lo de pedir capuccino no es porque sea el más guay del lugar, solo se debe a que es el más fácil de pronunciar). Con el café calentándome las manos salgo a la calle, donde sigue lloviendo a degüello. Voy a coger mi paraguas y me doy cuenta que no lo llevo conmigo, pero recuerdo que lo llevaba cuando había salido del tren. Echo mano de mis dotes deductoras (atrofiadas por las copas del Scary) y llego a la conclusión de que solo puede estar en el puesto de café. Aún no he llegado cuando veo a un tío tan alto como yo, abrigo verde deshilachado, botas con cordones desatados, pelo largo y gris, peinado gracias a su propia grasa capilar y un parche negro que le cubre un ojo (no recuerdo cual). Un tío raro, como hay muchos en Kings Cross, pero lo peor de todo es que lleva mi paraguas.
Vale, ahora os estaréis preguntando como sabía yo que ese paraguas era mío. La respuesta es sencilla, si veis a un tío como el que os he descrito con un paraguas rojo con lunares blancos, pues como que no le pega mucho, ¿no? (Sí, me compré un paraguas rojo con lunares, ¿qué pasa?, era el más barato que encontré, y aún así me saquearon $20, pero es bueno y le he cogido cariño)
Sigo. Veo al tuerto con mi paraguas y entonces me acerco a él y le digo: “Excuse me, but this umbrella is mine”, a lo cual el tío me mira y me suelta que el paraguas es suyo, y yo que no, que es mío. Total, que nos estamos un rato discutiendo sobre quién es el legítimo dueño del paraguas, pero lo que yo tengo claro es que ni de coña me voy a casa bajo la lluvia sin él. Al final, no sé muy bien cómo, el tuerto admite que se ha encontrado el paraguas en el puesto de café, y me dice que si lo quiero tendré que acompañarle hasta su casa y entonces me lo dará. Calculando las opciones que tengo de recuperar el paraguas sin aceptar su oferta, al final decido que lo mejor será acompañar al tuerto a casa. Y así pasó, los dos debajo del paraguas rojo con lunares blancos, muy juntitos para evitar mojarnos, sin dirigirnos la palabra y hacia un destino inconcreto (al menos para mí). Al final llegamos a su casa, un edificio digno de Torrente no muy lejos de la estación, en un callejón de Kings Cross, y el tuerto hasta me dio las gracias y todo, el jodido. Al final me entregó el paraguas y nos dimos la mano, como si no hubiera pasado nada, en plan muy caballeroso.
Y esa es la historia. Nada del otro mundo, pero merecía la pena contarla, ¿no?