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viernes, 27 de enero de 2012

57

Ayer volví a la Opera House. Quería ir una vez más antes de marcharme, y había cogido la entrada hacía varios meses. ¿Qué fue lo que vi? Pues ni más ni menos que West Side Story. Sí, sí, la película. Puede parecer un tanto absurdo ir a la Opera House solo para ver una peli, ¡y además pagando una pasta! Para eso me voy al cine, ¿no? Bueno, es que no solo se trataba de ver la película...

Por motivo de los 50 añitos que tiene el film, lo han restaurado y puesto al día en alta definición, algo bastante habitual en estos dás. El caso es que aquí decidieron ir un paso más y, aparte de proyectar la película con sonido e imagen mejorado, pusieron una orquesta en directo que se encargaba de tocar la partitura de la peli a medida que la íbamos viendo. Y lo cierto es que el resultado fue espectacular, porque escuchar la banda sonora tocada en directo, con un pedazo de orquesta inmensa, no tiene nada que ver con hacerlo de la manera habitual. Además la música de la película está muy bien, por lo que disfruté el doble.

La orquesta estaba a cargo de David Newman, un compositor de Hollywood que tiene varias bandas sonoras en su haber, muchas de ellas para películas infantiles o de animación, como Los Picapiedra, Ice Age o Anastasia (por la que fue nominado al Oscar)

Fue una buena elección como despedida de la Opera House. Lo cierto es que me hubiera gustado ir más veces mientras he estado aquí, pero aparte del precio que cuesta cada entrada, tampoco vi nada destacable como para desembolsar ese dinero. No me voy a quejar, un par de veces es mejor que ninguna, ¿no?




Por lo demás, y aprovechando que este mes es el festival de Sydney (con un montón de conciertos, teatro...), me voy esta noche a ver una Opera al aire libre que se representa en un parque. El rollo es hacer algo estilo picnic mientras ves la opera. A ver si hay suerte y no llueve... ya os contaré.

By the way, muchos habéis estado preguntando por la nota que saqué en el examen del First. Pues bien, ahora podréis entender el sentido del título de la entrada si os fijáis en él...

Pues sí, un 57%. ¡Y necesitaba un 60% para pasarlo! Me he quedado a un triste 3% de tener el título. Joder, casi prefiero sacar un 40%, ja, ja. En fin, pediré una revisión a ver si suena la flauta, pero me temo que esto es lo que hay. Nada, habrá que volver a intentarlo cuando vuelva a España, aunque solo de pensar en tener que volver a pasar otra vez por todo eso, ¡bufff!, como que me tira para atrás.

lunes, 23 de enero de 2012

24 días

Lo cierto es que no ha pasado nada destacable en los días posteriores a la sonada Nochevieja, pero tampoco quiero dejar pasar demasiado tiempo sin escribir una entrada en el blog, porque, al fin y al cabo, apenas quedan tres semanas para mi vuelta a España, y entonces ya no habrá más historias que contar. Bueno, supongo que surgirán otras nuevas en Calahorra, pero tampoco es cuestión de relatarlas aquí; primero porque no tendría ningún sentido, y segundo porque, una vez pasado este periplo, ya va siendo hora de recuperar un poco de privacidad, je, je.

Así que, hoy sin fotos ni videos que ilustren lo escrito, paso a relatar lo acontecido en estos días. Espero no aburriros demasiado.

Como probablemente adivinaríais, la resaca post-nochevieja fue de las de órdago a la grande. Fueron tres días en los que apenas pude salir de casa (por Dios, este cuerpo mío ya no me responde como antes), y para un día que se nos ocurrió ir a la playa, mejor haberme quedado encerrado en la habitación. Me emocioné y compré una tabla de body board (el recuerdo de mis exitosas lecciones de surf aún perduraba fresco en mi memoria) Lo cierto es que no fue la mejor idea que he tenido (y mira que he tenido malas ideas a lo largo de mi vida), porque cuando llegamos a Bondi (recordad, es el nombre de la playa que tengo más cerca), aparte de que estaba petada de gente (esto fue el día 2 de enero, cuando todo el mundo seguía de vacaciones), había unas olitas de tamaño considerable. Total que yo, valiente hasta la médula, me lancé con mi mini tabla para darles una demostración a estos australianos de lo que es dominar las olas.

El body board no es, ni de lejos, tan complicado como el surf. Basicamente se trata de tumbarte en la tabla y dejar que el mar te machaque a su antojo, como si fueras un muñeco. No hay que hacer ningún esfuerzo para ponerte de pie ni nada por el estilo, así que era perfecto para mí (y para mi resacoso estado) El caso es que los vigilantes habían delimitado dos zonas en el agua, una para los bañistas de toda la vida, y otra para la gente molona que, como yo, llevaba sus tablas para dar espectáculo. Y espectáculo di, de eso no cabe duda, aunque mi actuación estaba más cercana a un concierto de Cañita Brava que a uno de Bisbal, por ejemplo (sí, ya sé que ambos son bastante malos, cada uno en su nivel, pero es que ese es el baremo por el que me muevo cuando se trata de hacer el inútil con una tabla) Tampoco voy a entrar en grandes detalles, baste decir que todos los surferos rubios melenudos que por allí pululaban se acordaron de mi familia en varias ocasiones. Y es que allí estaba yo, en medio de todos aquellos profesionales, haciendo lamentables esfuerzos por tumbarme en la puñetera tabla, que resbalaba más que un suelo encerado, por lo que con cada ola, o bien acaba tragando agua como un sumidero, o bien la tabla se iba a su rollo, dejándome a mí atrás (y volviendo a tragar agua, claro) Todo esto no hubiera importado demasiado de estar solo, pero cuando todos los surfistas de Bondi están detrás tuyo intentando pillar las mejores olas y tienen que andar esquivando (casi siempre lazándose al agua) al cazurro español de turno, pues como que te sientes un poco responsable de la situación.

Total, que tras unos cuarenta minutos de infructuosos esfuerzos para molar, regresé a la orilla con más pena que gloria; a punto, creo, de que los surferos me dieran una paliza con sus respectivas tablas. Y lo malo fue que, tras ese esfuerzo sobrehumano, la resaca volvió a florecer, y me estuvo haciendo compañía lo que restaba de día y todo el día siguiente. No, no fue buena idea lo de ir a hacer el payaso con mi tabla a la playa. Ya la he puesto en Internet a la venta, a ver si me libro de ella antes de volver a España. ¿Alguien interesado?

Y por cierto, si estáis pensando que tras estas excursiones a la playa debo estar más moreno que Kunta Kinte, pues no estaréis en lo correcto, porque cada vez que voy me doy una capa de escayola por todo el cuerpo que no hay rayo de sol capaz de penetrarla. Al final me voy a volver a casa más blanco que el fantasma de Michael Jackson.

El resto de las vacaciones navideñas pasaron sin pena ni gloria (tal vez con un poco más de lo primero) Y así llegó el día 9, el momento de regresar a la academia. De nuevo fue como empezar otra vez de cero. Nuevos compañeros, nueva profesora (aunque a esta ya la conocía) y nuevas clases (han cambiado todo el mobiliario)

Ahora estoy haciendo un General English, más que nada porque no tenía tiempo de hacer nada más. Lo cierto es que volver a clase, tras un mes de vacaciones (me tomé algunos días más para mi viaje a New Zealand), fue un palo, sobre todo porque el poco inglés que había aprendido parecía que se hubiera borrado de mi cabeza (tal vez la Nochevieja tuvo mucho que ver con ello) Lo bueno es que, después de dos semanitas y media, he recuperado la forma y aún logro defenderme. Hasta van a publicar una de mis historias, in English, en el libro anual de la academia (sí, tienen uno de esos almanaques estudiantiles de los que tantos hemos visto en películas y series americanas...)

Del resto poco más que contar. Tan solo he salido un día de marcha después de Nochevieja, fue a una fiesta de EF (mi academia) y tampoco fue nada del otro mundo. Bebidas caras, musica mala y un garito que no valía dos duros. Puede que sea un poco negativo, lo reconozco, pero es que fue bastante decepcionante, esperábamos un poco más de marcha, la verdad. Por supuesto, como no podía ser de otra forma, los españoles fuimos de los pocos que aguantamos hasta que cerraron el garito, lo que tampoco reviste de gran mérito, porque chaparon a las cuatro de la mañana.

Y así han transcurrido los días hasta llegar a este punto, en que me encuentro aquí, en mi habitación, escribiendo esta entrada, a la vez que veo por la ventana que vamos a tener otro día pasado por agua, algo, por lo demás, bastante habitual por aquí. Pero tampoco quiero ponerme a despotricar del tiempo, que creo que ya lo he hecho bastante en otras ocasiones.

Bien, espero no haberos aburrido con la parrafada. A ver si en los días que me quedan sale alguna historia digna de contar...

martes, 17 de enero de 2012

La noche de los cuatro errores

Por fin tengo conmigo las fotos que necesitaba para escribir de una vez esta entrada. Aunque al final ha resultado que no había tantas fotografías como esperaba. Pero bueno, con las que tengo servirán para que os hagáis una idea.

¿Qué de qué estoy hablando? De la Nochevieja en Sydney, claro. ¿Qué iba a ser si no? Voy a intentar contar las cosas tal como pasaron, aunque a medida que la noche avanzaba, todo, en general, se iba tornando más confuso. Para mi que las ostras que comí estaban en mal estado (ya sabéis lo que quiero decir...) De cualquier forma tampoco esperéis encontrar el relato de una noche espectacular, como no ha habido otra, que tampoco fue eso. Pero lo mejor es que no me enrolle con este preámbulo y pase directamente a contar lo que pasó. Empecemos...

Tal como sabréis los que habéis ido leyendo las entradas anteriores (gracias por estar ahí), habíamos reservado un sitio en el "Italian Village", un restaurante que está justo enfrente del Opera House, al lado del Puente (Harbour Bridge) donde se lanzan casi todos los fuegos.

La fiesta empezaba a las 8 de la tarde, por lo que a las 7 salimos de casa para dirigirnos a Circular Quay, donde está la Opera House, el puente y el restaurante del que os he hablado. Las calles de la city estaban prácticamente desiertas, se notaba que todo el mundo estaba ya preparándose para recibir el año nuevo.

Cuando llegamos a Circular Quay empezamos a darnos cuenta de la magnitud del acontecimiento. ¡Aquello estaba petadísimo de gente! Algo que ya habíamos supuesto, pero lo cierto es que ver, tanto Circular Quay como los jardines botánicos, hasta arriba fue algo impresionante. Por suerte nosotros teníamos la entrada al restaurante, y pudimos pasar sin mayor problema (acceder al lugar era una locura)

El día había salido bastante bueno, hacía calorcito y en el cielo las nubes se habían largado para darnos una tregua a tanta lluvia como nos hemos tenido que tragar desde que estoy aquí. Lo cierto es que hacía una tarde veraniega (vamos, como julio en España) y la noche siguió igual, por lo que con respecto al tiempo ninguna queja (ya era hora)

En el Italian Village la cosa fue bastante bien, porque, aunque había gente, no teníamos agobio, y las bebidas y los canapés tenían fluían sin pausa (aunque para pillar estos últimos había que estar cerca de la puerta de salida de los camareros, pero bueno, nada que no hayamos visto en cualquier boda española...) Para beber había cerveza, vino y champán, y en cuanto a canapés tuvimos una selección muy variada (y sí, lo de las ostras escrito arriba no es coña, nos pusieron ostras... la primera vez que las comía) Yo me decanté por el champán... y ese fue mi primer error de la noche.

Una panorámica de Circular Quay desde el Italian Village.
La cosa se fue animando a medida que las horas pasaban (lo normal en estos casos, que os voy a contar que no sepáis) Había una pequeña sala de baile en la que la peña se lanzó a mover el esqueleto cuando ya llevaban unas copitas en el cuerpo. La fiesta estuvo bastante animada, la verdad; la gente tenía ganas de pasarlo bien, y el restaurante nos iba suministrando el alcohol y la comida que precisábamos para aguantar el tipo (tal vez se pasaron un poco con el alcohol, pero la ocasión lo merecía) Las horas iban pasando, y de vez en cuando algo pasaba en Circular Quay que mantenía entretenido al personal (hay que tener en cuenta que mucha gente estaba allí solo para ver los fuegos, en plan picnic), como, por ejemplo, unos cuantos aviones haciendo piruetas en el cielo y soltando humo de diversos colores. Ese tipo de cosas.

A medida que la noche se nos iba echando encima, podíamos sentir como el momento que llevábamos tanto tiempo esperando estaba cada vez más cerca. Esa expectación, claro, nos hacía beber más (ya se sabe que las esperas, con alcohol, se llevan mejor... y si no lo habíais oído nunca es porque me lo acabo de inventar) Total, que mientras la medianoche llegaba, nosotros no dejábamos de refrescarnos el gaznate (todo estaba incluído en el precio, y después de lo que habíamos pagado teníamos que rentabilizar la inversión, aún a costa de nuestra salud)

Una imagen de nosotros nada más llegar al restaurante. Menos mal que no hay fotografías de unas horas después...

Un cuarto de hora antes de la medianoche los camareros nos dijeron que el bar cerraba, y que las últimas copas se iban a servir solo hasta que dieran las 12. Aquello me puso en alerta. ¿Qué se acababan las copas gratis? ¡Tenía que pedir la última! Total, que me fui para la barra, a diez minutos de los fuegos, para pedir más champán. Allí estuve hablando con un tío de Melbourne que había ido a pasar la Nochevieja en Sydney y que, como yo, tenía que aprovechar la última ronda. Le dije que lo entendía perfectamente, las grandes mentes pensamos igual.

Al final llegué a la barra. Aún tenía cinco minutos, no problem. Entonces me percaté de que mis amigos no habían pedido, y que no iban a tener copas para brindar por el año nuevo entrante. Así que, siempre pensando en los demás, pedí cuatro copitas de champán y salí al jardín a buscarlos. Pero cual fue mi sorpresa cuando me los encontré con un vaso de cerveza cada uno. No me quedó otra que beberme las tres copas que sobraban, de un trago cada una (necesitaba liberar mis manos, al menos una)... ese fue mi segundo error.

Los fuegos desde donde estábamos. Era mejor en vivo, os lo puedo asegurar.

Y llegó el tan ansiado momento de los fuegos. Y la verdad es que no defraudaron. Fue algo espectacular y digno de ver al menos una vez. La sensación de estar pasando la Nochevieja en Australia se volvió real en aquellos momentos. Era algo así como pensar: "¡Joder! Estoy aquí de verdad" (no sé entendéis lo que quiero decir) Los fuegos duraron cerca de veinte minutos, en cuyo intervalo llegó el nuevo año y todo el mundo se puso a brindar, a abrazarse, a besarse... Lo típico en esas situaciones. Nosotros nos limitamos al brindis y al abrazo, no vayáis a pensar mal, je, je.

Total, que el momento tan esperado acabo pasando (como siempre ocurre), y a los veinte minutos la gente del Italian Village empezó a echarnos amablemente (¿de verdad hay una forma de echar a la gente con amabilidad?) Tampoco era algo que nos preocupara, porque teníamos la siguiente parte de la noche cubierta: Habíamos comprado una entrada para el "Argyle", un pub enorme que estaba a cinco minutos andando desde el restaurante. Perfecto.

Entramos en el garito (por desgracia el francés no pudo, porque no se había decidido a comprar entrada e intentó hacerlo entonces. No le dejaron, por supuesto. Fue la primera baja de la noche) Dentro del Argyle había un montón de gente, con varias salas que ponían diferente música (a cual peor, por cierto, pero eso entra dentro de los gustos de cada cual. Será que yo soy muy especial...) Los dos españoles que quedaban conmigo pidieron una botella de vino; por suerte yo no estaba con ellos en ese momento y me libré, menos mal.

Permitidme ahora un pequeño inciso, pero es que cuando he escrito "los dos españoles que quedaban conmigo" me ha venido a la cabeza cierta reflexión que tiene que ver con la frase. Es la siguiente: En todo este tiempo en Sydney, todas las veces que hemos salido mi amigo Alex y yo, lo hemos hecho con otros estudiantes de EF (franceses, alemanes, italianos, japoneses...) y siempre, SIEMPRE, nos hemos quedado solos. ¡Y eso que somos los más viejos!, especialmente yo. No sé, creo que es algo en lo que merece la pena pensar. O es que a los españoles nos va mucho la juerga (puede ser) o es que los guiris no saben salir de juerga (me decanto más por esto último) En fin, solo es una pequeña reflexión que he puesto aquí para que la entrada sea más larga.


El garito en Nochevieja. He sacado la foto de su página web, pero esto es lo que había.
El caso es que las horas fueron pasando dentro del Argyle. Por suerte no bebí nada más, porque con las cuatro copas de champán que me había calzado durante los fuegos (y todas las que ya llevaba), mi cuerpo no aceptaba ni una gota más. El garito estaba petado, todo el mundo andaba como loco, super emocionado por estar allí. Eran las tres de la mañana cuando decidí salir a la calle un rato, para tomar el aire y esas cosas... y ese fue el momento de mi tercer error.

Me explico. A las tres de la mañana la policía estaba desalojando las calles de The Rocks (donde está el Argyle) No me preguntéis por qué, pero así era. Cuando les mostré la pulsera del garito y les dije que quería volver dentro, fue como hablar con un mono virulo. Vamos, que ni puñetero caso. Me dijeron que no podía estar en la calle (increíble pero cierto) y que me tenía que pirar de allí. Cualquier intento por mi parte de razonar con ellos fue inútil (más aún si sumas mi inglés ilegible a aquellas horas y todas las copas que llevaba encima) Por mucho que intentaba retroceder sobre mis pasos para volver al Argyle, me encontraba con un policía que me ordenaba salir de The Rocks (coño, ni que fueran a hacer una prueba nuclear allí, o algo semejante) Yo, por supuesto, que soy un poco brasas según en que estado me encuentre, me metí en un 7eleven que encontré por el camino, con la esperanza de dar esquinazo a la pasma (menuda mente criminal la mía, je, je) Incomprensiblemente no logré mi objetivo, pues a través de la cristalera pude ver como un par de policias me miraban con cara de pocos amigos. Cuando volví a salir ya no me quitaron ojo, y se encargaron de acompañarme hasta la estación (supongo que estarían preocupados de que pillara mi tren a tiempo, que majos)

Y así fue como me vi metido en el vagón de un tren cuando lo único que quería era tomar un poco el aire. Cuando el tren arrancó ya me dí por vencido. No tenía sentido volver y enfrentarme de nuevo a la policía (lo menos que me podía pasar es que acabara con mis huesos en el calabozo)

Dada ya la noche por perdida, decidí relajarme un poco mientras el tren me llevaba a casa... y sí, este fue mi cuarto y último error.

Me relaje demasiado, que queréis que os diga. Tanto, que me quedé dormido. Y cuando me desperté habían pasado casi dos horas y estaba a tomar por el culo camino al sur, yendo hacia territorio comanche. Por supuesto, en cuanto me di cuenta de la cagada, me bajé del tren... Y la vuelta fue toda una odisea. De verdad, para pillar los trenes necesarios para ir a mi estación me tiré la tira de rato esperando en diversas estaciones y cambiando de trenes (es que había cogido la linea equivocada con toda la presión de la policía)

Al final, algo más de las 7 de la mañana (¡4 horas después de salir del Argyle, cuando estoy a veinte minutos!), llegué a casa, donde los dos españoles que estaban conmigo me estaban esperando para descojonarse un poco de mí. Y qué queréis que os diga, me lo tenía merecido.

Así es como sucedió mi Nochevieja y así es como os la he contado.



lunes, 9 de enero de 2012

En la Tierra Media (2)

Vuelvo por el blog para concluir con el relato de mi viaje por tierras neozelandesas. Sé que sois muchos los que esperáis que haga una entrada con las vivencias de Nochevieja, pero no os preocupéis, creo que mañana tendré las fotos y podré hacerla con documentación gráfica añadida, que siempre luce más, ¿no?

Bien, en la anterior entrada me había quedado en el punto en que decidíamos explorar Taupo y la lluvia arruinaba cualquier intento por nuestra parte de descubrir las lindezas del lugar. Total que, como buenos españoles que somos, acabamos con nuestros mojados huesos en una enorme cervecería local (y lo de enorme lo mento porque era grande de narices), a las cinco y media de la tarde (algo temprano incluso para los neozelandeses que, como sus primos hermanos australianos, son fanáticos admiradores de las cervezas de todo tipo)

El caso es que la sana intención de dar una vuelta, cenar algo y a casa, pronto se quedó en un gesto de buena voluntad que hizo aguas por todas partes y que al final terminó con nosotros bebiendo una cerveza tras otra (había que hacer tiempo hasta la hora de la cena), y tras eso degustando el plato típico de la cervecería (un bol de patatas fritas con ketchup y mostaza, delicatessen) Después, claro, no nos podíamos ir a casa así como así (menudo derroche de dinero y tiempo hubiera sido), por lo que, ya a las 9 de la noche (casi 4 horas después de haber entrado en el pub), la gente empezó a dejarse caer por el local, y nosotros allí seguimos, dale que te pego a la degustación cervecera. Pero no os imaginéis lo que no es, porque al final el sitio resultó ser un muermo, y a pesar de haber música en directo bastante cañera, los únicos que se animaron a bailar fueron un grupo de mahoríes (que cualquiera se metía en medio; en serio, acojonaban, y no los hombres precisamente...) Así que, tras unas 7 horas metidos en aquel tugurio, optamos por una honrosa retirada. Al fin y al cabo, al día siguiente nos esperaba una buena kilometrada hasta llegar a Wellington, y no era cuestión de ir con toda la resaca (aunque bueno, a esas alturas ya era un poco tarde para evitar eso)

La única foto que hicimos en el garito, aunque sirve como
perfecta ilustración a lo escrito en el anterior párrafo.

Día siguiente. Ocho de la mañana. Todo el mundo arriba. A pesar de la ingente cantidad de zumo de cevada con la que castigamos nuestros cuerpos, apenas teníamos resaca, y la poca que arrastrábamos nos la quitamos de encima con una ducha. O el estar en NZ nos había vuelto más rudos, o es que estos últimos meses en Australia hemos bebido demasiado y nos estamos acostumbrado a esto (dejo que lo juzguéis vosotros)

El día había amanecido plomizo y gris (lo sorprendente hubiera sido lo contrario), pero en nuestras cabezas estaba visitar el volcán Ngaurohoe. Probablemente no os diga nada ese nombre (a mi tampoco, si os digo la verdad), pero si os cuento que es famoso en la isla porque es el que eligió Peter Jackson para hacerlo pasar por el Monte del Destino en la trilogía del Señor de los Anillos, al menos los que tenéis una pequeña vena friki entenderéis por qué queríamos ir a verlo.

Así que cogimos el coche, y cuales alegres hobbits (estábamos los tres, Frodo, Sam y Golum; de nuevo os dejo a vosotros discernir quien era cada cual), nos encaminamos hasta el lugar donde descansa el volcan. El trayecto no fue fácil, porque una vez abandonada la carretera principal nos adentramos en un Parque Nacional, y ya sabemos que en estos lugares lo principal es preservar la naturaleza, y no construir carreteras anchas y rectas. Así que para llegar al jodido Monte del Destino (ahí empezamos a comprender el por qué de su nombre) nos pasamos un buen rato en el coche, conduciendo a menos de 50 kilómetros por hora, y comiéndonos todas las curvas que puedan existir en una carretera de mala muerte (que son muchas más de las que podíamos imaginar, menos mal que la resaca nos había abandonado)

Total, que al final nuestros esfuerzos fueron recompensados, y tras saltarnos el desvío que llevaba el monte y tener que retroceder sobre nuestros pasos (creedme que no fue nada fácil) llegamos al fin al Monte del Destino.

El Monte del Destino en todo su esplendor. 

La fotografía que he colgado es lo que deberíamos haber visto. Pero claro, no olvidemos que el día era "plomizo y gris", así que la vista no podía ser tan clara como la de la foto. Cuando llegamos, lo primero de lo que nos percatamos es que para acceder al monte había que patear 10 kilómetros (¡solo para ir!), de lo segundo que nos dimos cuenta fue del frío del carajo que hacía, con deciros que había allí un montañero pertrechado con todo lo necesario para emprender la caminata, que al vernos se quedó completamente flipao (imaginaos los españolitos con sus vaqueros y sus cazadoras de medio pelo, ¡pero a dónde íbamos así!) En fin, que ya os podéis imaginar el resultado de nuestra aventura en el Monte del Destino. Eso es la más cerca que estuvimos de él, y además tuvimos tan mala suerte que había una niebla de la leche y apenas se podía ver nada desde dónde estábamos. Total, que un desastre completo, pero nada fuera de lo común dados nuestros antecedentes...

El Monte del Destino, tal como lo vimos nosotros. Es el que se adivina tras la espesa manta de niebla.

Y aquí lo tenemos tal como aparecía en la peli. Cualquier parecido con la realidad
 es producto de los efectos especiales
Contentos y extasiados ante la alucinante visión de tan inmenso volcan (estoy siendo sarcástico, por si no se aprecia el tono), volvimos otra vez al coche para llegar a Wellington. Si llegar hasta el monte había sido una odisea, salir del parque nacional fue incluso peor. Para recorrer 30 kilómetros nos tiramos más de dos horas. Eso sí, el paisaje era espectacular, o debía serlo, porque con la niebla de las narices lo justo que veíamos la carretera y alguna que otra vaca que nos observaba desde el prado cercano con gesto de indiferencia (o de asco, vete tú a saber...)

Al final, después de seis horas en coche tras el Monte del Destino (en qué hora tuvimos la brillante idea de  ir a visitarlo) llegamos al fin a la ventosa Wellington. Y ni que decir tiene que el adjetivo se lo ha ganado la ciudad a pulso, porque fue bajar del coche y ser envestidos por un viento helado que nos hizo retroceder, de golpe y porrazo, al invierno español (y aquí no exagero nada, porque la temperatura rondaba los 12 grados, pero es que con el viento la sensación térmica era la de un baño en cubitos de hielo; debéis recordar que nosotros, a pesar de la lluvia australiana, estamos acostumbrados a temperaturas que no suelen bajar de los 20 grados, así que imaginaos el cambio para nosotros...)

Una perspectiva de nuestra entrada a Wellington (al fondo) Las nubecitas no podían presagiar nada bueno.

Pero estábamos en Wellington, y Adrián conocía a un par de españoles que estaban estudiando inglés allí, así que nos pusimos en contacto con ellos y quedamos para salir y conocer el ambiente nocturno de la ciudad. ¿He comentado que era sábado? Pues era sábado, y además, tras la frustración de la noche anterior en Taupo, teníamos que resarcirnos de alguna manera, así que nos pusimos nuestras más gruesas prendas de abrigo (por desgracia de lo único que disponía era de una triste cazadora vaquera) y nos lanzamos a la aventura nocturna.

Claro que, antes de eso, y siguiendo la tradición que nos hemos auto impuesto por estas tierras, me tuve que currar un juego improvisado para beber algo en el hotel antes de salir. Para ello eché mano de un mapa de carreteras de la isla norte como improvisado tablero y unos dados que compramos, de forma apresurada, en un badulaque chino cercano. Las reglas las escribí deprisa y corriendo utilizando un trozo de papel que había en la papelera de la habitación. Al final el resultado salió bastante mejor de lo esperado. Os dejo una fotografía de las reglas (que por primera vez aquí escribí en castellano, dado que todos los que jugábamos éramos españoles)

Una vez haya abandonada Australia prometo no volver jamás a jugar a
ninguno de estos juegos, ni volver a probar el infame calimocho. ¡He dicho!

La noche en Wellington, a pesar de ser fría de narices, fue bastante animada. Wellington es una ciudad pequeña (unos 400.000 habitantes), pero tiene una gran vida cultural (rollo underground y bohemio) y hay un montón de gente extranjera que viene aquí a trabajar o a estudiar. Lo cierto es que, si nos olvidamos del viento de las narices, es una ciudad perfecta para vivir, mucho más barata que Sydney (en realidad eso no es difícil de encontrar) y bastante más cómoda, ya que no tienes que andar cogiendo el transporte público para moverte de un lado a otro; con salir a la calle y patear ya vale. Además el ambiente nocturno es genial, hay docenas de pubs en los que tomar algo, y la gente está en la calle todo el tiempo, así que no hay manera de aburrirse los fines de semana (y entre semana tampoco, que en Wellington se respira un ambiente universitario muy propicio para la juerga) Y como muestra un botón:

Disfrutando de la vida nocturna en Wellington. Ya lo sé, es penoso, pero
quién esté libre de pecado que tire la primera piedra... Tú Bull no cuentas.
La noche acabó bien, por si estabais pensando lo contrario, y a la mañana siguiente, tras otra ducha milagrosa que nos quitó la resaca de golpe (¿habrá algo especial en el agua de NZ?) nos pusimos a descubrir Wellington bajo los auspicios de un sol veraniego, que aunque no eliminaba el frío del viento, al menos disimulaba un poco la temperatura. Os dejo algunas fotos de lo que vimos:

En el paseo marítimo, poco después de levantarnos, como se puede apreciar.

¿Adorno navideño? ¿Globo terráqueo?
No, es la hoja de helecho, uno de los símbolos de NZ.

Una panorámica de los jardines botánicos.

Wellington vista desde un mirador al que se llega con un tranvía. Por cierto, ahí si que hacía un viento de narices.

Otra perspectiva desde el mirador.

El día no dio para mucho más... que queréis que os diga, hicimos lo que pudimos. Aunque también es verdad que Wellington, con un par de días, te lo has visto y aprendido de memoria. Al final del día, y para reponer energías, acabamos en Cuba Street (la calle donde está situado todo el ambiente cultureta) tomándonos una cañita (que conste que yo me pedí un zumito de tomate). Pero lo mejor de todo es que lo hicimos en un pub inglés, al lado del fuego de la chimenea, y no sabéis lo que se agradecía el calor de las llamas (y eso que estábamos a un par de días de que entrara oficialmente el verano)

En cualquier caso Wellington me gustó, y me parece un buen lugar para vivir. Así que si estáis pensando en hacer una locura como la mía, os sugiero esta ciudad, que es bastante más barata que Sydney y en la que un español tiene más oportunidades de trabajar que en Australia (por el rollo del visado)

Y así se fue acabando nuestra viaje. Al día siguiente mi compañero de piso, Alex, y yo nos levantamos tempranito (Adrián, el amigo de Alex, se quedó una semana más con sus amigos) y cogimos el coche para meternos, de una tacada, el viaje de vuelta a Auckland (por cierto, multa de aparcamiento que teníamos en el coche de alquiler que, como estaba a mi nombre, no tardará en llegar a Calahorra. Si es que soy como la San Miguel...)

El camino de retorno fue un infierno, no se me ocurre otro adjetivo más claro para definirlo. Empezamos con ganas, conduciendo dos horitas cada uno, pero para cuando llegó la hora de comer estábamos reventados. Tras el lunch el camino se hizo demasiado cuesta arriba, y para colmo, cuando llegamos a Auckland, nos esperaba un bonito atasco que nos hizo demorarnos una hora más. Ni que decir tiene que cuando entramos en la habitación del hotel nos tiramos en la cama y ya no quisimos saber nada de la ciudad hasta el día siguiente. Habíamos conducido casi 10 horas en total (Lo sé, puede no parecer demasiado, pero tened en cuenta que veníamos arrastrando dos resacas a nuestras espaldas)

Por cierto, a la vuelta nos decidimos por otra ruta que nos llevó por una carretera desde la que teníamos una visión
mucho más nítida del Monte del Destino, lo que nos confirmó nuestra propia inutilidad para elegir el camino apropiado.
Por lo demás no queda mucho por contar. Al día siguiente cogíamos el avión de vuelta a Australia a mediodía, y dedicamos la mañana a realizar compras y tomarnos la última cerveza (había que hacerlo, era la mejor forma de despedirse de NZ)

Una última cervecita para el camino, que no se diga. Y solo eran las 10 de la mañana. ¿Tengo que preocuparme?

Ya en el aeropuerto, cuando estábamos haciendo fila para dejar las maletas, un pavo se saltó a la torera la fila y se puso el primero, con un par. La peña se miraba entre sí, alucinando pepinos por la jeta del tío, pero claro, correctos y educados como son, con poner mal gesto se conformaban. Pero con lo que no contaba el tío era con que hubiera dos españoles en la fila. Y vamos, no hay nada más indignante para el orgullo patrio que se te cuele un guiri en tu cara, ¡hasta ahí podríamos llegar! Así que cuando le tocaba el turno, ante la impasibilidad de la peña, no me quedó otra que lanzarme a decirle algo. Crucé por debajo de las cintas que delimitan la fila y, en un perfecto inglés (bueno, más o menos...) le dije que ni de coña se colaba, que a comerse la fila como el resto de la peña. Por desgracia al pavo lo estaban esperando para que facturara porque debía tener algún tipo de incapacidad (que no logré ver, pero bien), así que mi momento de enajenación no sirvió para nada, pero bueno, al menos quedó claro que donde hay españoles no se cuela ni dios (en todo caso otro español, pero a eso ya estamos acostumbrados)

Al final llegamos a Sydney (de vuelta al hogar) donde, como dato curioso (y con esto acabo que está quedando demasiado largo, y más aún si me da por escribir estos comentarios entre paréntesis, con lo que ya se hace eterno, os pido disculpas por ello) Pues eso, lo que iba diciendo, que cuando llegamos a Australia nos dejaron pasar por la entrada de los australianos. Y tan orgullosos que nos sentimos por ello, seguro que se confundieron por nuestro dominio del idioma, je, je.

miércoles, 4 de enero de 2012

En la Tierra Media (1)

Si, ya sé que muchos estaréis esperando el relato de mis desventuras en Nochevieja. Iba a escribir la entrada correspondiente, pero quiero conseguir alguna foto, y estoy esperando a que Pierre (el francés) me pase las suyas (yo por supuesto, como siempre, no hice ninguna) Como no sé cuanto tardaré en conseguir las fotos y tampoco quería que pasara mucho tiempo desde la anterior entrada, me voy a poner a contar el viaje a New Zealand que hace un par de semanas hicimos Alex (mi compañero de piso), Adrián (su amigo que ha estado de visita estas navidades) y yo mismo.

Con respecto a Nochevieja solo puedo decir que hasta ahora, 5 días después, no he tenido la fuerza suficiente para escribir nada en el blog (que tiempos aquellos en los que me libraba de la resaca con una simple ducha mañanera...)

Bueno, vamos allá con New Zealand, ya habrá tiempo de rememorar la Nochevieja...

Si hay una palabra para definir este viaje, esa es frío. Fuimos a mediados de diciembre, cuando el verano ya estaba a punto de entrar, pero en toda la semana que estuvimos en New Zealand no hubo ningún día que pudiera considerarse veraniego, como mucho de primavera tirando a otoño. Ya sé que siempre menciono lo mismo, pero me choca que en un lugar como NZ, del que siempre hemos pensado que debe hacer buen tiempo, salgan esos días tan malos (la mayoría llovió) Pero claro, cuando un paisaje es tan verde tiene que ser por algo, y no precisamente por sus tórridos días veraniegos. Y sí, la verdad es que NZ es verde hasta aburrir.

Uno de los primeros días al lado de una playa en la isla norte (aunque no lo parezca la arena está al fondo) Como
se puede observar el verde no falta, y la lluvia tampoco. Lo cierto es que los paisajes son espectaculares.

El planteamiento inicial del viaje era intentar visitar las dos islas, pero pronto nos dimos cuenta que aquello era una locura, pues tan solo disponíamos de 6 días, e íbamos a perder la mayor parte del tiempo en las carreteras neozelandesas, así que en un momento de lucidez, decidimos que con la isla norte sería suficiente, la del sur habría que dejarla para otra ocasión más propicia.

Salimos de Sydney una tarde lluviosa y llegamos a Auckland casi a las 12 de la noche (el vuelo son cerca de 3 horas, además hay que tener en cuenta el cambio horario con respecto a Australia) La capital de NZ nos recibió con una persistente lluvia. En el escaso trayecto para coger el bus desde el aeropuerto (apenas 100 metros) ya estábamos duchaditos, tan solo nos faltaba la toalla y a la cama...

Auckland no esta mal, bastante más pequeña que Sydney, es un sitio cómodo para vivir, pero un poco gris para mi gusto (aunque la lluvia ayudó a que me llevara esa impresión, con sol seguro que es diferente) Lo cierto es que si vas a visitar NZ no lo haces por sus ciudades, sino por sus impresionantes paisajes y las cientos de opciones de deportes de aventura que el pais te propone (nosotros ya tuvimos suficiente aventura conduciendo los seis días de norte a sur de la isla y viceversa, no necesitábamos más riesgo)

Los sitios marcados en rojo son los lugares que recorrimos en nuestra travesía.
El plan del viaje consistía en ir desde Auckland a Wellington y después volver, todo ello en seis días, por lo que teníamos que planearlo bien para perder el menor tiempo posible (son 658 kilómetros para ir y otros tantos para volver, y eso sin contar rutas alternativas y algún que otro rodeo. Además las carreteras no eran la panacea; vamos que nos comimos algún puertito de montaña que ni Indurain en sus buenos tiempos...)

Al día siguiente de nuestra llegada a la capital (seguía lloviendo, solo lo menciono por lo de la veracidad informativa y todo ese rollo...) cogimos el coche de alquiler y nos lanzamos un poco hacia el norte (apenas 100 kilómetros) para ver unas cataratas muy cañeras que había por allí y disfrutar de unas vistas que debían ser impresionantes... Y digo debían porque nos quedamos con las ganas. Aparte de la lluvia (que era una especie de calabobos, nunca mejor utilizada esa expresión que aquí), también tuvimos la suerte de toparnos con una densa niebla que no nos dejó ver absolutamente nada. ¡Pero oye!, hay que tomarlo por el lado positivo, al fin y al cabo encontrarse niebla en NZ, en diciembre, no tiene que ser tan fácil, así que de alguna manera fuimos afortunados.

Como se puede observar al fondo, la niebla lo engullía todo, así que ni cataratas
ni hostias en vinagre, todos a casita calados hasta el tuétano y sin ver nada.

Total, que nuestra primera incursión en la naturaleza salvaje de NZ fue un desastre, pero al menos nos lo tomamos con humor y sirvió para echarnos unas risas (además de para bregarnos en la conducción por la izquierda, qué mejor para aprender que conducir entre montañas anegadas por la niebla) Regresamos a Auckland y pasamos la noche allí, visitando algunos lugares típicos de la ciudad (tan típicos que ahora mismo no recuerdo ninguno, je, je) A la mañana siguiente, antes de coger de nuevo el coche para lanzarnos a la conquista de la parte sur, aprovechamos para dar una vuelta y tomar algunas fotos. ¿Y a qué no lo adivináis...?

Pues sí, seguía lloviendo...


En este punto es donde empezó el verdadero viaje. Con el mapa de carreteras y con mucha moral nos lanzamos a atravesar la isla para llegar a Wellington. Claro que recorrer seiscientos y pico kilómetros de una tacada es algo demasiado masoca incluso para nosotros, por lo que decidimos hacer una parada estratégica a mitad de la isla, en Taupo, una localidad pequeña (más o menos como Calahorra) pero bastante turística, sobre todo por el inmenso lago que hay a sus orillas.

Antes de eso fuimos a visitar las cuevas de Waitomo, en las que habitan unos extraños gusanos que brillan en la oscuridad (y no, no son los Gusiluz, estos son más pequeños) Lo ideal hubiera sido meterse a explorar las cuevas atravesando un rio subterráneo montados en una especie de flotador, pero el tiempo nos apremiaba, así que nos tuvimos que contentar con hacer la visita rápida, que consistía en montarte en una barca con guía que te llevaba hasta la zona de los gusanos resplandecientes. Y mereció la pena, con todo a oscuras y en silencio, observar el techo infestado de gusanos era como mirar el cielo de una noche clara y estrellada. La verdad es que estuvo muy bien.

Aunque no lo parezca, eso que brilla son gusanos.

En este punto debo hacer una especial mención al mayor talento que he visto en esta parte del mundo (y probablemente del mundo entero), porque cuando estábamos metidos en las cuevas, a punto de pillar la barca para ver los gusanos de marras, de repente apareció el grupo que volvía, y entre ellos un pavo con las gafas de sol puestas, molando como el que más (el anormal de él ni siquiera se las había quitado para ver los gusanos), y lo peor de todo es que cuando pasó a nuestro lado lo oímos hablar... ¡en español! ¡Dios, cuanto daño puede hacer al buen nombre de nuestro país un talento semejante! Solo puedo esperar que no encontrara el camino de vuelta. Eso sí, si llegara a perderse en las cuevas, seguro que lo último que haría sería quitarse las gafas. ¡Antes palmarla que dejar de ser guay! En fin, si es que dónde no hay...

Perdonad mi efusividad, pero no me diréis que no tiene delito. Bien, ¿por dónde iba que me altero? Pues eso, que tras dejar las cuevas atrás, y el imborrable recuerdo del pavo de las gafas, otra vez al coche y a recorrer los últimos kilómetros hasta Taupo (el pueblo del lago) Lo cierto es que durante la mañana gozamos de buen tiempo, con el sol todo el trayecto en el cielo y sin una nube que emborronase el día. Por supuesto todo cambió en cuanto abandonamos el coche a nuestra llegada a Taupo.

Una pequeña vista del lago. En serio, era enorme, no se podía ver el otro lado (en parte
debido a la niebla, la lluvia y otras inclemencias, claro...)

Imposible no aprovechar esto para echarnos una foto.
Pues sí, evidentemente la lluvia comenzó a caer con virulenta intensidad en cuanto nos dio por dar una vuelta por el pueblo, así que no nos quedó otro remedio que refugiarnos en una cervecería local...

Lo voy a dejar aquí, porque creo que me está quedando demasiado largo para una sola entrada y aún queda la mitad del viaje. Además, las fotos que estoy colgando son de una calidad excesiva y tengo que andar retocándolas para poderlas colgar en el blog (aunque no lo creáis, ahora mismo llevo más de dos horas desde que me he puesto con la entrada)

La próxima os cuento la visita a la ventosa Wellington (no lo digo yo, ¿eh?, es que es así como se la conoce por NZ) y el final del viaje.

Por cierto, ¡Feliz Día de Reyes a todo el mundo!